Nadie ha hablado de dinamitar un acervo coreográfico de más de un siglo. Los clásicos lo son por razones suficientemente contundentes. El Ballet Nacional de Cuba (BNC) necesitaba desde hace un buen tiempo un nuevo aire, una renovación coherente de sus presupuestos estilísticos. Ojo: renovar no significa destruir. Toda aventura creativa —incluso la más iconoclasta, que no es el caso— parte de una base, de una herencia. Renovar, en la danza y en la vida, puede ser sinónimo o garantía de crecer.
Con el taller coreográfico que la principal compañía de la danza en Cuba presentó hace más de una semana en el Teatro Nacional, se han dado pasos concretos en la dirección correcta. Los que pensaban que el BNC estaba condenado al inmovilismo han podido comprobar, primero, que en la agrupación o en sus alrededores hay inquietudes y deseos de arriesgarse, y segundo, que el elenco está más que preparado para asumir maneras poco habituales. Casi todas las obras presentadas resultaron ejercicios interesantes, incluso algunos transgresores, sin que en ningún momento asistiéramos a rupturas apocalípticas.
Maysabel Pintado, Laura Domingo y Luvyen Mederos no son coreógrafos debutantes. Me asfixia, de Pintado, denota madurez en la concreción física de una idea. La creadora se concentra en la recreación de un conjunto de sentimientos. El final es efectivo (aunque pudiera parecer efectista): resuelve en un simple gesto todos los planteamientos.
Más abstracto, Dulce es la sombra, el ballet de Domingo, también parece ser inventario de sensaciones conflictivas, de estados de ánimo. Aquí lo más interesante es la línea de la danza que se erige en propuesta dramática sin que se explicite nada. Interesante la dinámica del grupo y la utilización del espacio. Eso sí, algunas secuencias tienden a la monotonía.
Sistemas, la obra de Luvyen Mederos, es probablemente la más compleja en sus postulados. El riesgo de hacer poco potable una vocación francamente filosófica (ese rejuego con los tiempos y el espacio) se aminora por la singularidad de la puesta: espectacular el final, sugerentes las secuencias in crescendo… Quizás hubiese sido bueno cierto trabajo de edición que evitara el cansancio del espectador ante una armazón ciertamente ardua.
Claroscuro, de Alejandro Sené, habla con onírica extrañeza de la dualidad del ser humano, equilibrio difícil entre las luces y las sombras. El calado simbólico es considerable. El hombre es una marioneta de sus circunstancias, del influjo de entes que lo trascienden. El ballet tiene cierto regusto romántico, incluso épico: esa lucha entre “el bien” y “el mal”. El entramado es hermoso y muy expresivo, aunque por momentos resulte demasiado narrativo, más enfático de la cuenta, casi maniqueo, particularmente en la personificación de las fuerzas oponentes.
Exceso, de José Losada, parece menos dada a subrayados. Todo es más sutil en sus implicaciones directas, lo que no significa que la puesta sea menos violenta o perturbadora. El lirismo seco de las secuencias llega a conmover, por eso choca el poema final, declamado en vivo: manifiesta sin especiales aportes lo que se había sugerido hasta el momento.
Vibraciones, de Laura Pérez, plantea una dinámica grupal interesante, sustentada en la simbiosis gradual del movimiento, el espacio escénico está muy bien utilizado y el diseño de la danza parece “eufónico”. Hay vocabulario y habilidad para expresarlo. Sobran alusiones un poco obvias, que rompen con la abstracción coreográfica: esas bailarinas convertidas en instrumentos de cuerdas.
Sin hacer grandes aportes estilísticos, las obras de Ely Regina Hernández y Lyvan Verdecia muestran una sencillez ejemplar, una esencialidad que es ganancia para la metáfora. Se sabe muy bien de lo que se está hablando y no sobran ni faltan elementos. Son obras “limpias”, que hablan muy bien de las actitudes de los jóvenes coreógrafos.
En Yo, tú, él, ella, de Hernández, llama la atención la emotiva alternancia de las formaciones: solos, dúos, tríos, cuartetos, que destacan individualidades que se integran armónicamente en el conjunto. En Retratos, de Verdecia, lo más atractivo es el “diálogo” de la pareja (muy bien interpretada por Jessie Domínguez y Alfredo Ibáñez, dos bailarines muy histriónicos), construido con una suficiencia poco común en un creador tan joven. Hay madera, obviamente.
De todas las piezas estrenadas, la menos conseguida fue El samurái y la geisha, de Ismael Pérez, que resultó algo farragosa y vaga.
Queda mucho en el tintero. Hay que destacar la funcionalidad de los diseños de vestuario, y señalar ciertos excesos en el diseño de luces, que ensuciaron la caligrafía de algunas piezas…
Pero el taller coreográfico ha sido una buena experiencia. Algunas de estas obras merecen nuevas oportunidades sobre la escena, y así darles tiempo de perfilarse. Ojalá que todo no haya sido cuestión de debut y despedida.