“Ella —destacó el fundador de la Nueva Trova— no nos habló como el ícono revolucionario que era sino con la confianza de una amiga. Su sencillez y su franqueza nos enseñó que las epopeyas las escriben hombres y mujeres de carne y hueso. Comprender que la historia podía ser protagonizada por personas de aspecto común fue lo que me hizo ver que todo el mundo tiene –o podría tener– su Moncada”. Así precisamente tituló su canción.
La anécdota se vincula con la convocatoria hecha por otro moncadista muy cercano a Fidel, Jesús Montané Oropesa, quien al prologar el libro de testimonio de uno de sus compañeros de lucha señaló que escribir es un deber con los que murieron, los que crecen y los que vendrán, para que el tiempo no convierta a los caídos en la lucha en simples nombres o biografías esquemáticas, sino que perduren sus contornos humanos, su carácter, su personalidad, todo lo que los había convertido en hermanos entrañables de esa generación revolucionaria. “Y esta, dijo, es la forma para lograr que los niños y jóvenes que surgen puedan también quererlos e identificarse profundamente con ellos”.
Su principal mérito fue precisamente que siendo hombres y mujeres sencillos, en su inmensa mayoría provenientes de las filas más humildes del pueblo, asumieron la responsabilidad de echar a andar una Revolución, a costa de sus propias vidas si era necesario.
Esa tremenda decisión no los hizo seres diferentes a los jóvenes de su tiempo, optimistas, espontáneos, ocurrentes. Lo demostró Abel, cuando poco antes del asalto sembró en el patio de la Granjita de Siboney una mata de mangos y le dijo a su hermana: “Dentro de tres años esta mata tendrá mangos y verás como voy a comerlos”.
Lo demostró Almeida cuando en unas prácticas de tiro empezó a saltar y gritar de satisfacción diciendo: ¡Soy un bárbaro! y ante la reprimenda del instructor replicó que era una alegría que tenía dentro y no podía evitar. Lo demostró Gildo Fleitas, a quien se le vio arrollando en los carnavales santiagueros horas antes de caer en combate…
Y cuando años después un estudiante le preguntó a Haydée cuál fue la impresión más fuerte que tuvo en la víspera del asalto, ella reveló sentimientos que podían embargar a cualquier otro revolucionario a punto de hacer realidad la causa que había abrazado: “Queríamos ver, sentir, mirar todo lo que tal vez nunca más miraríamos, no sentiríamos ni veríamos (…) todo era más hermoso, todo era más grande, todo era más bello y todo era más bueno. Nosotros mismos nos sentíamos mejores, nos sentíamos más buenos”. Y aún en ese momento crucial, no perdió el sentido del humor: “Todo lo encontrábamos tan bello, que hasta unos taburetes de los que dos o tres días antes nos reíamos porque no servían, en aquellos momentos antes de partir ¡qué hermosos eran!”
Las acciones que se libraron el 26 de Julio fueron trascendentes no solo por los que cayeron, sino también por los que sobrevivieron y reanudaron la lucha, y otros que guiados por ese ejemplo se sumaron a la insurrección hasta conquistar la victoria.
Hoy los desafíos son menos dramáticos, sin embargo resultan decisivos para hacer irreversible lo alcanzado a partir del gesto heroico de la juventud del Centenario, que se propuso, como señaló el Manifiesto del Moncada a la Nación, “honrar con sacrificio y triunfo, el sueño irrealizado de Martí”.
Cada revolucionario de estos tiempos tiene ante sí una responsabilidad individual en el empeño de perfeccionar y llevar adelante una sociedad que encara grandes desafíos externos e internos, que para vencerlos deben enfrentarse con la misma entrega y fe en la victoria de los combatientes del 26 de Julio.
A los que hoy hacen la historia les corresponden sus propios asaltos para derrotar los vicios, malos hábitos y errores, las manifestaciones de corrupción, desorden, indisciplina y falta de exigencia, siempre con las armas de la honestidad, la decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez…
Y en la batalla por rescatar esos valores cívicos y morales, como expresa la canción, todo el mundo tiene su Moncada.