De medidas, gramos, calidad y respeto al consumidor trata esta historia. No es nueva para el cubano común adaptado a una cotidianidad casi natural pero que, incluso a golpe de costumbre, continúa provocando insatisfacción, molestia,
impotencia. Algunos evidentemente son víctimas; sin embargo, le guiñan el ojo al delito. Otros, todavía más ¿conscientes?, tratan de defender su terreno y se enfrentan a una realidad muy fuerte, complicada de descifrar, y más aún de encontrarle la solución final.
El robo de productos estatales a la luz de todos y con la complicidad de muchos, y la apatía con que algunos atestiguan la imbricación entre mercado estatal y mercado negro, son fenómenos que lastramos desde hace demasiados años. Difícil es para una parte importante de la población sustraerse de esta comparsa que siempre encontrará bailador mientras haya alguien dispuesto a tocar su ritmo.
Para muestra, un botón: un equipo de Trabajadores realizó un recorrido con varios inspectores de la Dirección Integral de Supervisión y Control (DISC), en la capital, donde pudimos constatar que los hábitos desarrollados en varios centros de gastronomía no han sido erradicados, y persiste la manía de pensar en “lo mío primero”, o en “ayúdame, que yo te ayudaré”.
La comparsa se baila muy bien
Todavía no es tiempo de apertura en la cafetería–restaurante La Favorita, en el municipio de Centro Habana. Falta aproximadamente una hora para prestar servicios, pero uno de sus dependientes, al parecer, no pudo resistirse al encanto de dos bellas clientas que, en efecto, eran del equipo de la DISC. “Un favor que quise hacerles”, revelaría un poco más tarde el trabajador de unos 50 años.
La limpieza perfecta, unas mesas bien vestidas, la ventilación agradable, y empleados pulcros contrastaban con una música elevada que empañaba la imagen favorable que a simple vista mostraba este establecimiento. La pizarra les dio la bienvenida a las damas: un menú bien surtido era la carta de presentación de La Favorita.
El pedido fue simple: arroz salteado y hamburguesa de cerdo. Cuando este equipo decidió corroborar que el confort se atemperaba con la calidad y cantidad de los productos ofrecidos, las caras alegres cambiaron y el ambiente se enrareció. A pesar de que al arroz no le faltaba ninguno de los ingredientes y parecía fresco, el gramaje no era el adecuado, faltaba una arte, y se exigía el mismo precio.
El escenario de la comprobación fue el área de elaboración: un pequeño localcito a escasos pasos del restaurante, donde se constataron alimentos destapados, lo cual constituye también una violación. Encima de eso, no había una higiene óptima en la cafetería; pero el gramaje de los panes con jamonada y picadillo estaba correcto.
Cuestionado por este reportero, la joven dependienta de esta área admitió tener la pizarra desactualizada y recibir pesos convertibles de los clientes, lo cual no es lícito; pero según ella, es para “resolverles” a la gente que “no usa otra moneda” (¿?). Para colmo, el administrador, Idael Cobas Noa, defendió ese hecho, al plantear que si no aceptaban CUC no cumplirían el plan de ventas, por lo que tenían que ir al banco todos los días a cambiar esos billetes.
La mirada atónita del dependiente, el rostro mudo del administrador, y la sonrisa enigmática de la chica convertían aquella mañana calurosa en una imagen surrealista. Y nosotros nos encontrábamos, como un termómetro, midiéndole la temperatura al desastre.
Finalmente, los resultados de aquella inspección brotaron: dos multas para cada trabajador. A pesar de que ellos esperaban cándidamente la determinación de los inspectores, les asombró la suma: unos 200 pesos en total para cada uno. La expresión facial no podía ser más elocuente: era casi idéntica a la que podía expresar cualquier cliente al ver su cantidad de arroz disminuida en el plato.
A pocas cuadras de La Favorita está La Casa Grande, establecimiento que asombra por un nombre que desentona con la calidad del servicio. Se dice una cafetería, pero ron, cerveza dispensada, refresco gaseado, y algunos panes
abocados hacia la calle desde un mostrador eran todas sus opciones de venta.
Uno de nuestros inspectores pidió, como cliente, una dispensada, un trago doble de ron Don Diego, y par de panes con queso y jamón. La misma mesa sirvió de escena y alrededor de ella se libró un campo de batalla. Ni las líneas estaban completas, ni la cerveza llegaba a su precio. Para colmo, el administrador no estaba en el establecimiento, pues se encontraba para el hospital.
En este caso, el encargado del almacén, Ramón García Barreras, asumió toda la culpa por el desorden que se evidenciaba. Aceptó los fraudes detectados, les dio la razón a los inspectores, pero arguyó que ni tienen pesa para comprobar el gramaje de los productos, ni él puede estar “velando a los cantineros todo el tiempo”.
Interrogado por este reportero, el dependiente del ron manifestó no tener “nada que decir” ante el suceso. Su rostro revelaba indignación, frustración y desconfianza, al mismo tiempo que uno de sus compañeros se empeñaba en que los inspectores “lo llevaran suave”, pues es “padre de familia”. Parece que no tuvo en cuenta que muchos clientes también tienen hijos y son estafados constantemente en muchos establecimientos gastronómicos del Estado.
De igual forma, las multas llovieron para todos, incluso para la joven que vendía en el mostrador, al constatarse presencia de moscas sobre los productos. Por otra parte, los panes contaban con el peso correcto, pero el local de elaboración no tenía la mejor higiene.
Para el inspector, Bienvenido Morales Nelson, es común que ejemplos como estos se den a menudo en centros de comercio y gastronomía en la capital, y los implicados traten de enmascarar sus acciones.
Estas prácticas se han combatido durante décadas sin encontrar una solución definitiva. Los nuevos modelos de gestión, como las cooperativas, con un mayor control en beneficio de los gestores y del consumidor, constituyen un paso que permitirá al Estado desembarasarse de ese nudo gordiano y centrarse en cuestiones estratégicas. Apostemos.