Una frase popular muy socorrida dice que a lo malo uno nunca se acostumbra. Sin embargo, la indisciplina social comienza a ser, de manera peligrosa, una calamidad que nos cerca en la vida cotidiana sin que muchas veces nos movilicemos lo suficiente para combatirla, o incluso, la repudiemos de modo terminante.
El fenómeno, aunque sobre todo capitalino y de las principales urbes, no es ajeno a ninguna de las regiones o territorios del país. Las manifestaciones resultan infinitas, y no sería posible ni aportaría mucho al análisis ponernos a ejemplificar, porque cualquier ciudadano o ciudadana podría hacer un inventario bastante extenso a partir de las anécdotas que conozca por su propia experiencia o por referencia ajena.
Estas acciones o conductas que atentan contra el orden social y a la larga también hacen daño a nuestro bienestar individual, abarcan todos los ámbitos, desde la familia y la escuela, hasta el trabajo o el barrio, pero son más ostensibles y chocantes en los lugares públicos.
Lograríamos muy poco, no obstante, si solo nos limitáramos a quejarnos del problema, y a insistir una vez más en los llamamientos abstractos y en las invocaciones colectivas a la conciencia o la vergüenza de las personas. Tampoco es posible resolverlo con voluntarismos o terapias de choque mediante ofensivas mediáticas o reprimendas de carácter circunstancial, o dicho de modo más simple, por campañas.
La clave, como en casi todas las deficiencias sociales, estaría quizás en la creación de sistemas de trabajo con un carácter preventivo, educativo y de control, que tengan una plasmación clara y precisa en leyes y otras normas jurídicas, así como mecanismos efectivos y sistemáticos para su exigencia a nuestra ciudadanía, y con su participación.
Esto puede sonar todavía demasiado impreciso, así que lo circunscribo más a la realidad de los trabajadores. Una gran parte de las indisciplinas sociales que vemos a diario, por ejemplo, tienen su origen, ocurren o provocan consecuencias directas sobre el entorno laboral.
Si consiguiéramos solamente el cumplimiento estricto de los reglamentos disciplinarios que tenemos en los centros de producción o servicios, o las medidas de ordenamiento y protección de las cuales disponemos para asegurar el buen funcionamiento de cualquier entidad, incluyendo su entorno, eliminariamos ya un porcentaje significativo de las manifestaciones de desorden y desobediencia cívica que nos afectan.
Pensemos si no en cuántas actuaciones nocivas para la economía o para la convivencia de una comunidad tienen lugar en nuestros centros de trabajo o alrededor de su espacio físico, que pueden ir desde el portal de una tienda repleta de revendedores hasta la contaminación sonora que producen determinadas instalaciones recreativas, sin que haya una reacción del colectivo para denunciarlas e intentar remediarlas, o al menos procurar contenerlas y aliviarlas.
Y no es que el Estado deje el asunto solamente a la buena voluntad o exigencia de sus eslabones en la base. La prensa publicó hace pocos días, por ejemplo, una oportuna respuesta del Ministerio de Justicia donde informan que “en consideración al proceso de perfeccionamiento del modelo económico y social, un grupo de trabajo temporal, integrado por varios órganos y organismos relacionados con el tema, trabaja la política para el perfeccionamiento del sistema de contravenciones en el país, justamente con el objetivo de evaluar y analizar integralmente la legislación, los tipos de medidas imponibles, los procedimientos legalmente establecidos, el funcionamiento de los órganos impositores y de los cuerpos de inspectores, así como otros aspectos que resulten necesarios”.
Esta noticia la debemos considerar alentadora, aunque ya sabemos que ni las normas jurídicas, ni las inspecciones más rigurosas o las multas más severas modifican por sí solas los comportamientos sociales inadecuados.
Habrá que movilizar y juntar todas las voluntades y mecanismos posibles, no solamente los punitivos, sino también los de diálogo y discusión constante y franca de estas situaciones tan reiteradas, evidentes y lamentables, propósito este último al cual todavía puede aportar mucho el movimiento sindical como representante y organizador de la clase trabajadora.