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No acostumbrarnos a lo mal hecho

No a la indisciplina social. Foto: Lorenzo Crespo Silveira

No a la indisciplina social. Foto: Lorenzo Crespo Silveira

No a la indisciplina social. Foto: Lorenzo Crespo Silveira
No a la indisciplina social. Foto: Lorenzo Crespo Silveira

Una frase popular muy socorrida dice que a lo malo uno nunca  se acostumbra. Sin embargo, la indisciplina social comienza a ser,  de manera peligrosa, una calamidad que nos cerca en la vida cotidiana  sin que muchas veces nos movilicemos lo suficiente para  combatirla, o incluso, la repudiemos de modo terminante.

El fenómeno, aunque sobre todo capitalino y de las principales  urbes, no es ajeno a ninguna de las regiones o territorios del  país. Las manifestaciones resultan infinitas, y no sería posible ni  aportaría mucho al análisis ponernos a ejemplificar, porque cualquier  ciudadano o ciudadana podría hacer un inventario bastante  extenso a partir de las anécdotas que conozca por su propia experiencia  o por referencia ajena.

Estas acciones o conductas que atentan contra el orden social  y a la larga también hacen daño a nuestro bienestar individual,  abarcan todos los ámbitos, desde la familia y la escuela, hasta el  trabajo o el barrio, pero son más ostensibles y chocantes en los  lugares públicos.

Lograríamos muy poco, no obstante, si solo nos limitáramos a  quejarnos del problema, y a insistir una vez más en los llamamientos  abstractos y en las invocaciones colectivas a la conciencia o la  vergüenza de las personas. Tampoco es posible resolverlo con voluntarismos  o terapias de choque mediante ofensivas mediáticas  o reprimendas de carácter circunstancial, o dicho de modo más  simple, por campañas.

La clave, como en casi todas las deficiencias sociales, estaría  quizás en la creación de sistemas de trabajo con un carácter preventivo,  educativo y de control, que tengan una plasmación clara  y precisa en leyes y otras normas jurídicas, así como mecanismos  efectivos y sistemáticos para su exigencia a nuestra ciudadanía, y  con su participación.

Esto puede sonar todavía demasiado impreciso, así que lo circunscribo  más a la realidad de los trabajadores. Una gran parte de  las indisciplinas sociales que vemos a diario, por ejemplo, tienen  su origen, ocurren o provocan consecuencias directas sobre el  entorno laboral.

Si consiguiéramos solamente el cumplimiento estricto de los  reglamentos disciplinarios que tenemos en los centros de producción  o servicios, o las medidas de ordenamiento y protección de  las cuales disponemos para asegurar el buen funcionamiento de  cualquier entidad, incluyendo su entorno, eliminariamos ya un porcentaje  significativo de las manifestaciones de desorden y desobediencia  cívica que nos afectan.

Pensemos si no en cuántas actuaciones nocivas para la economía  o para la convivencia de una comunidad tienen lugar en  nuestros centros de trabajo o alrededor de su espacio físico, que  pueden ir desde el portal de una tienda repleta de revendedores  hasta la contaminación sonora que producen determinadas instalaciones  recreativas, sin que haya una reacción del colectivo para  denunciarlas e intentar remediarlas, o al menos procurar contenerlas  y aliviarlas.

Y no es que el Estado deje el asunto solamente a la buena  voluntad o exigencia de sus eslabones en la base. La prensa  publicó hace pocos días, por ejemplo, una oportuna respuesta  del Ministerio de Justicia donde informan que “en consideración  al proceso de perfeccionamiento del modelo económico y  social, un grupo de trabajo temporal, integrado por varios órganos  y organismos relacionados con el tema, trabaja la política  para el perfeccionamiento del sistema de contravenciones en  el país, justamente con el objetivo de evaluar y analizar integralmente  la legislación, los tipos de medidas imponibles, los  procedimientos legalmente establecidos, el funcionamiento de  los órganos impositores y de los cuerpos de inspectores, así  como otros aspectos que resulten necesarios”.

Esta noticia la debemos considerar alentadora, aunque ya  sabemos que ni las normas jurídicas, ni las inspecciones más rigurosas  o las multas más severas modifican por sí solas los comportamientos  sociales inadecuados.

Habrá que movilizar y juntar todas las voluntades y mecanismos  posibles, no solamente los punitivos, sino también los de  diálogo y discusión constante y franca de estas situaciones tan  reiteradas, evidentes y lamentables, propósito este último al cual  todavía puede aportar mucho el movimiento sindical como representante  y organizador de la clase trabajadora.

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