Dimas Ramón Martinto Brown no siempre se llamó así. Su padre, jamaicano de nacimiento y quien había llegado a Cuba luego de convulsos sucesos revolucionarios en su país, hizo aquí familia y puso por nombre Dimas Ramón al más pequeño de sus cuatro hijos. Pero razones que se pierden en el tiempo, impulsaron el regreso del padre a su tierra y quedaron los muchachos al amparo de María Ernestina Martinto, la madre tremenda.
Por cuatro veces regresó Jaime Brown a buscar al niño y la vieja, en su defensa, y para evitar perderlo, invirtió sus apellidos; desde entonces se nombra Dimas Ramón Martinto Brown, pero todos lo conocen, simplemente, como Martinto.
Pobre, pero honrado
“Mamá siempre nos hablaba del viejo —asegura hoy Martinto ya con 71 años—. Nos decía que era un hombre bueno, un cortador de caña que en Cuba se vio aplastado por la miseria y regresó a su tierra, vaya usted a saber si con la intención de retornar definitivamente algún día. Yo no lo conocí, y ese es mi único dolor, no haber tenido un padre”.
A partir de entonces María Ernestina, doméstica de casa de gente rica en el exclusivo reparto Miramar, multiplicó sus esfuerzos para llevar adelante la familia, “siempre con una divisa superior: pobres, pero honrados”, rememora Martinto.
Las hijas mayores se hicieron modistas y Dimas —como lo llamaban entonces— y su otro hermano “aruñaban” en lo que apareciera. “Vendí la revista Bohemia, limpié carros y zapatos y con eso, lo de mis hermanos y lo de mamá, logramos salir a flote.
“En todo ese bregar nos ayudó mucho mi padrino, que era rico y le alquiló una casita a la vieja en Alturas de Almendares, un lugar donde éramos los únicos negros”, refiere.
La lucha de la vieja era porque los muchachos estudiaran algo, que llegaran a tener un oficio. Primero fue la escuela pública del barrio y más tarde la llamada escuela católica de San Antonio de Paula, donde incluso ofició como monaguillo hasta 1955. “Pero había que trabajar, y me hice mensajero de una carnicería, donde me pagaban siete pesos semanales y me daban dos libras de carne de res”.
Más tarde, con solo 14 años, el padrino lo llevó a trabajar a la Compañía Constructora Badía —en la que tenía acciones— donde Dimas llegó a ser jefe de un compresor y a dirigir su dotación de siete hombres, aunque si se aparecía un inspector, entonces había que decir que el muchacho era aprendiz. “Mi padrino resolvía el trabajo, pero el dinero me lo tenía que ganar yo”.
Cuando el triunfo revolucionario, Dimas tenía solo 16 años y aún trabajaba en la compañía constructora. Pasó a Obras Públicas y laboró en el acondicionamiento de varias playas que se convertían en propiedad del pueblo. En 1960 llegó como estibador al sector del comercio y en 1961 —por embullo— marchó a Chambas, en Camagüey, a su primera zafra azucarera, a la leyenda.
Su gran decisión
Esa fue su gran decisión, pues a partir de ahí, poco a poco, y a fuerza de un extraordinario sacrificio, Martinto —como ya le llamaban— comenzó a tejer una historia todavía hoy sin concluir.
Al finalizar la zafra en 1962, el joven —fuerte a más no poder— pero carente de la habilidad necesaria para empeños mayores, sumó solo 17 mil arrobas de caña cortada. En la contienda de 1964 cortó 65 mil arrobas. Con la ayuda de nuevos métodos de corte, cada año superaba al anterior y ya muchos comenzaban a fijarse en el joven machetero.
En agosto de 1969 inició la contienda más larga de su vida, concluida en julio de 1970. “Cuando Fidel anunció que los 10 millones de toneladas de azúcar no iban ¡qué frustración!”
Al año siguiente, como miembro ya de una brigada de alta productividad, Martinto llegó a las 192 mil arrobas y tres años después logró 301 mil 165, su récord personal, y con el que se convertía en uno de los grandes del corte manual en Cuba, un país de excepcionales macheteros.
Tanta fue la virtud desplegada, tantos sus resultados productivos, que en 1983, cuando por primera vez se otorgó el título de Héroe del Trabajo de la República de Cuba, Fidel impuso sobre su pecho la estrella acreditativa.
Dimas Ramón, por derecho propio, integró el grupo de los primeros cinco condecorados aquel día, y aunque el número creció con los años, si de honor se trata, su modestia no le impide el orgullo. “Ese es mi mayor privilegio, ser de los primeros”.
Su mejor obra
Eran años de abnegado esfuerzo en los campos cañeros y casi a diario el nombre de Martinto aparecía en revistas y periódicos, se oía por la radio y su figura frecuentaba los espacios televisivos. Su fama crecía, al igual que las hazañas de su brigada Evelio Rodríguez Curbelo, de la que fue su jefe a partir de 1976, dos años después de su fundación.
“Con ese grupo hice realidad mis sueños; en 33 zafras cortamos 128 millones de arrobas, algo casi imposible. Allí completé mi zafra 46 y los 4 millones 745 mil arrobas de por vida Mi mejor obra”.
Una vida de contrastes
La ruda vida de machetero obligó a Martinto a olvidar su deseo juvenil de convertirse en pelotero famoso. “Me encantaba el baile, y también tuve que olvidarme de él, porque no se puede ser buen machetero y buen bailador a la vez. Ahora, cada vez que tengo un chancecito, tiro algún pasillo. Sin embargo, los bailes modernos me resultan muy difíciles”.
Nunca ha fumado. Entraba cada día al corte con cuatro mochas bien afiladitas, pero nunca gustó de amolarlas. “Yo le daba mis cigarros a quien me afilara las mochas”.
En Martinto sobresalen los contrastes. Su hablar pausado, suave y su carácter —más bien dado a la timidez— parecen rivalizar con el vigor que desplegaba en el corte y con sus manos grandes, corpulentas, que delatan al gran machetero que aún es.
Sin embargo, quien le conozca en la intimidad del campamento o en los momentos en que algo afectaba a su brigada de corte, sabe muy bien que Martinto se transformaba “en un cuarto de tierra y era mejor no estar a su lado”, me asegura.
Así sucedió cuando en 1995 le prohibieron seguir picando caña —“tu encomienda es dirigir”, le dijeron— en aquel año nefasto en que la Rodríguez Curbelo ni siquiera llegó al millón de arrobas, o cuando en el 2007 se extinguió su grupo de macheteros.
Hoy cultiva la tierra
Cuando desapareció la Rodríguez Curbelo, Martinto optó por la jubilación. “Pero nunca me retiré, y desde hace algunos años tengo una caballería de tierra por San Pedro, a solo 700 metros de donde cayó el General Maceo, y aunque he pasado mucho trabajo para cultivarla, este año voy a sembrar caña.
“Es que siempre hay que estar haciendo algo, de otra manera te duelen los huesos, la vida, mucho más a nosotros, que ya no somos tan jóvenes”, me dice con sonrisa que se me antojó pícara, socarrona.