Aún sin conocer el más simple detalle de su vida, el que busque por un momento en los ojos de Mirtha Arozarena Valido, descubrirá en ese brillo de fuerza y ternura que los inunda, las tantas emociones acumuladas desde aquel día en que puso por primera vez un automóvil en marcha. Ella lo había jurado hace casi 50 años, cuando con su mirada hecha sólo a contemplar la ternura verde del cañaveral, el humo de la chimenea en las noches de luna y la luz de los cocuyos, atrapó en un asombro revelador los destellos de aquel vehículo recién estrenado en que apareció por las calles del batey, sola y orgullosa, la mujer del administrador del ingenio.
Pero los sueños de Mirtha eran entonces sólo eso, en medio de una existencia de escasez casi absoluta, impuesta a su familia de obreros agrícolas por los magnates del latifundio azucarero del central Orozco. Únicamente el prodigio de la Revolución, que llegaba a su adolescencia como regalo de quince, le anticipaba la certeza de su realización en el oficio de chofer, reservado en el pasado, por obra y gracia de la exclusión social, sólo a los hombres. «
“Mi juventud se estrenó con un machete en la mano frente al plantón de caña que mis brazos y mis fuerzas no alcanzaban a dominar. La escuela fue para mí el detalle más fugaz de la infancia; había que trabajar para contribuir al sustento de la familia, o de lo contrario el fogón permanecía apagado y los calderos de mi vieja vacíos. No obstante, desde 1959 supe siempre que yo iba a salir de aquel estancamiento y encontrar espacio para la rara pasión que hormigueaba en mi mente.
«En 1969 me enrolé en el contingente agrícola Las Marianas, en una granja pinareña de la región de Quiñones, y aquella primera aventura laboral fuera de mis predios familiares sirvió de mucho a mi forja como trabajadora y revolucionaria. Cuando abandoné después de tres años el colectivo de donde saqué tantas enseñanzas, ningún trabajo me parecía difícil: incursioné en labores tan disímiles como la gastronomía, la repoblación forestal y la hilandería, pero fue en Artemisa, hace 26 años, que pude consagrarme al quehacer que ha sido el sentido de mi vida.»
Amar profundamente lo que hace ha llevado a esta mujer con eternos ímpetus de muchacha a ser la más antigua entre los trabajadores del sector del Transporte con la condición de vanguardia nacional, ratificada en su caso durante 22 años consecutivos.
Mirtha Arozarena, la China para todos los artemiseños, acaba de ser proclamada Heroína del Trabajo de la República de Cuba, a pesar de que no puede imaginarse estrellas y medallas colgadas de su pecho sólo «porque trabajo mucho, manejo bien, hago horas voluntarias y jamás dejo abandonado el timón de mi viejo taxi».
Y nadie piense en una mujer ajena al hogar. Su casa, pulcra e inundada de los vapores que escapan de la olla silbante que tiembla sobre la llama al caer cada noche, la descubren como ama de casa diligente. Ella ha compartido las batallas de su existencia con la crianza de cinco hijos y la atención amorosa a los nietos, que también suman cinco.
«Tengo muchas medallas; pero nada me hace tan dichosa como escuchar el agradecimiento de aquellos a quienes transporto sin explotarlos. Desde hace un tiempo viajo a los hospitales de Ciudad de La Habana con enfermos que tienen tratamiento de hemodiálisis y no cobro un solo centavo por ese servicio, aunque mi auto es explotado sujeto a arrendamiento. Con ese dinero Salud Pública puede resolver otros problemas al pueblo.
«Como único no me siento bien es tranquila. Vi a mis padres pasar tanto trabajo; arañar una tierra improductiva y ajena, que me parece poco aún cuanto he aportado a esta obra que me convirtió en un ser humano capaz de entender de dónde viene lo malo y cuáles son las cosas por las que vale la pena vivir y morir con alegría. Aunque tengo 57 años, no me canso; hay una fuerza interior amaneciendo en mí cada mañana cuando parto al trabajo, y nunca voy a dejar que se agote, aunque ya no estoy en deuda con mi infancia.»