Por Daniel Martínez
Hay ideas que ilusionan, otras que nos hacen cuestionarnos. De estas, quizás las más loables son las que obligan a excavar en lo más profundo de nuestro raciocinio y proyectar un conocido y a veces incomprendido sentimiento.
Semejante introducción no pretende confundirles, solo adentrarlos en el debate. Para ello se precisa de un exhaustivo análisis, que debe llevar incorporado, además del obligatorio destierro del apasionamiento, un hondo suspiro.
Quisiera quitarle el bozal a la polémica con la rotunda afirmación: Es nuestra pelota por estas fechas hija de días turbulentos. Ello no se deriva de los epitafios que buscamos antes o después de sus incursiones internacionales, sino de un mal que tiene su origen en casa y desata depresiones.
Defiendo la teoría de que la coraza de talento del béisbol cubano está cosida con sólidas costuras. Me resguardo no solo con el gran número de compatriotas que muestran sus destrezas en las más encumbradas justas del mundo, sino también con la importante suma de aptitud juvenil e infantil, que año tras año abandona el país (robo de talentos, emigración y reunificación familiar) para nutrir la estructura de poderosos circuitos.
Estos truenos dañan el panorama doméstico, vulnerando la campaña nacional. Es justo acotar que a falta de juego, el ímpetu de sus protagonistas en ocasiones permite descorchar la emoción.
Sin embargo, lo anterior no evita que las deficiencias técnico–tácticas, indisciplinas, desconocimiento de las reglas y los fundamentos del juego, exceso de equipos, presencia de jerarquías y niveles que apaciguan el desarrollo (quien está en la cima se “achanta” pues ya llegó al tope), falta de autoexigencia, y otras insuficiencias, desluzcan el espectáculo.
Necesita el béisbol cubano de un lúcido y arduo proceso de reconstrucción en determinados aspectos vitales. La mayoría en los cimientos, azotados por insatisfacciones, pereza, falta de recursos y varios demonios.
Capacidad y vientos de optimismo históricamente nos acompañan, aunque a veces la esperanza muta en desaliento, que en forma de látigo azota nuestra espiritualidad.
Ya hace algunas estaciones que la Serie Nacional, pobremente amurallada con ciertos arrebatos de competitividad y goteos de virtudes, requiere de una metamorfosis eficaz.
Para consumar el rescate le queda el consuelo de que el talento, a pesar del incomodo éxodo, continúa brotando. No así el espectáculo, que precisa de una reconquista similar a la de la novia que mucho quisimos y que por diversas razones perdimos para siempre.